viernes, 7 de octubre de 2016

El angioma

 La vocación de Franco siempre había sido difusa: no sabía si le gustaban más los números o los mapas; no se hallaba en el uso de ningún tipo de maquinaria o materiales; se consideraba malo para todos los deportes y el arte y la lectura tampoco eran su fuerte.

– Vas a tener que ir viendo qué hacer – le advirtió su padre, con tono amistoso pero severo, a la vez.
 Franco optó por seguir el consejo y se inscribió en una carrera corta, pero de prometedora salida laboral: martillero público. Esfuerzos económicos y trámites legales mediante, se vio en su nueva institución mucho antes de lo que hubiera pensado.
 El ambiente y las personas de aquel sitio no se parecían a nada de lo que su mente tenía registro: era un lugar pequeño, laberíntico; algunos estudiantes tenían más de sesenta años y no había símbolos patrios a la vista. Su timidez, le daba la impresión de que sus nuevos compañeros se conocían desde antes, pero lo cierto es que la mayoría se encontraba en su misma situación. La diferencia era que habían llegado con mayor anticipación y eso conformó pequeños grupos de charla.
 A él le costó un poco integrarse a los demás en ese breve lapso, en el que debían esperar el comienzo de su primera clase, pero resolvió que lo mejor era sumarse a la plática de unos chicos de su edad, no porque le interesara demasiado el tema del cual hablaban, sino porque necesitaba combatir su incomodidad.
– ¿Y qué me decís de All Boys? – preguntó un joven delgado y alto, con intención de variar en la conversación.
– Que no asciende más – respondió otro, mucho más bajo, que mostraba cierto aire de resignación.
– Y… tiene una hinchada digna, que nunca deja de alentar. El problema es que hay poca guita y, encima, la dirigencia es de lo peor. ¿De qué sirve la plata si los que la administran se la roban?
– Igual, eso no es nuevo. Aparte, pasa en todos los clubes hoy en día.
– Sí, es todo un tema… – dijo el joven alto, por miedo de introducirse en una problemática que lo superase.
– ¿Cómo se enteraron de acá? – preguntó otro muchacho, de barba.
– Por radio.
– Yo por internet.
– Yo pasé por acá de casualidad – expresó un tercero, cruzado de brazos.
– ¿Soy el único que vino medio obligado? – consultó Franco, con curiosidad y humor en partes iguales.
Los jóvenes no respondieron. Dos solo imitaron al que estaba cruzado de brazos y el de barba revisó quién sabe qué en su celular. No más de diez segundos después, Franco volvió a generar conversación.
–- ¿Estará buena la carrera?
– Está… – ironizó el joven de barba – Como en toda carrera, tenés materias fáciles y otras en las que te rompen el culo.
– Ah, ¿vos ya estás estudiando?
– Soy recursante – explicó.
– ¿Qué onda? ¿Se conseguirá laburo de esto?
– Sí, laburo hay. El tema es que siempre tenés que ser amigo de algún otro martillero, escribano o alguien que esté metido en el ambiente.
Franco solo asintió con la cabeza y tardó bastante en pensar en algún otro comentario. Por casi un segundo de diferencia, el joven que primero se había cruzado de brazos, mirando al de barba, se le adelantó.
– Vos recién dijiste que lo de las materias pasa en todas las carreras. Eso de la oferta laboral, también. Hoy en día podés estudiar lo que quieras y nunca vas a tener la seguridad de que no termines trabajando… no se… de vendedor de garrapiñadas.
Los otros dos chicos contuvieron una risa y solo fue ahí cuando Franco se dio cuenta que ellos ya se conocían fuera de ese ámbito.
– Mi viejo es un gran ejemplo de eso – Comentó el joven de brazos cruzados, quien se había ganado la atención del pequeño grupo – Estudió música en La Plata; tenía su propia banda; laburó en un montón de lugares para invertir en instrumentos… y terminó ganando ocho lucas por mes como sereno en una distribuidora. Yo tengo su mismo sueño, así que espero no repetir su historia – remató, algo desanimado.
– Ah, ¿vos también tocás? – preguntó Franco, con sincero interés.
– Toco y canto – agregó el otro joven, quien lo miraba un poco de costado y sin abandonar la clásica postura de sus brazos ni por un momento.
– Ah, mirá. ¿Qué estilo?
– Tengo una banda. Hacemos tributo a Das Katzen.
Él quedó perplejo y se le ocurrieron varias maneras de expresar su emoción, aunque resolvió hacerlo tranquilamente.
– ¿En serio? ¡No te puedo creer! Nunca pensé que existiera otra persona a la que le gustara ese grupo.
– Jaja, gustarme es poco – comentó el joven, siempre mirando de reojo  – Si vieras mi habitación… llena de posters en las cuatro paredes, CD’s apiladitos en su lugar, revistas… todo.
 Por primera vez, el muchacho necesitó de sus brazos para expresarse mejor.
– La vez que vinieron acá faltó poquito para que fuésemos teloneros. Te imaginarás la bronca… pero por lo menos pudimos conocerlos unos minutos: tengo una remera autografiada por Ritter, el vocalista.
– ¡Qué golazo debió haber sido eso! Creo que me habría desmayado si hubiera estado en tu lugar – comentó Franco.
 Una mujer de unos cuarenta años, con anteojos y pelo rojizo, pidió que, los que estuvieran presentes para la clase inicial de la carrera de martillero público, pasaran al tercer piso. El grupo siguió a la docente, quien llevaba algunos libros consigo.
 Todos llegaron a un aula grande y bien iluminada donde, además de la mujer que los había antecedido, también se encontraba un hombre de más edad, con lentes cuadrados y una sonrisa que tenía como fin tranquilizar a los nuevos alumnos. Era el director de la institución.
 Franco eligió su lugar y su compañero intentó ubicarse a su izquierda, pero una joven se le adelantó, por lo que tuvo que sentarse dos bancos más hacia la derecha. Cuando la clase terminó de acomodarse, la docente tomó la palabra.
– Bueno, buenas tardes a todos… Nos encanta este silencio “de primer día de clases” porque les aseguro que, dentro de una semana, va a haber que pedirles por favor que hagan silencio – bromeó con sinceridad.
El comentario logró algunas risas y, sobre todo, rompió con el clima tenso. La profesora prosiguió.
– Mi nombre es Clara Mucciesqui, soy martillera pública y abogada. Estoy a cargo de la materia Teoría General del Derecho, así que nos vamos a ver los lunes y jueves de ocho a diez de la mañana – Hizo una pausa para permitir anotar la información a sus nuevos alumnos.
– Les presento a Roberto Angelici, el director de la facultad. Yo hago silencio un momento así lo conocen mejor.
– Buenas tardes, chicos y chicas – saludó el director – Quiero que sepan que es un honor, como docente y responsable de este instituto, ver tanta gente dispuesta a seguir esta hermosa carrera. Desde ahora tengan por seguro que estoy para aclarar todas sus dudas en cualquier momento en que me crucen por aquí.
Angelici siguió hablando, pero Franco y su amigo mostraban mayor interés en retomar su diálogo. El primero le habló al otro, en voz baja, pero sin quitar la vista de los docentes.
– Eu, nunca te pregunté tu nombre…
– Tobías Ripoll. ¿El tuyo? – replicó.
– “Franco” me llamo.
– Joya, Fran. Agregame al Face.
El discurso de Angelici fue interrumpido abruptamente, pero no directamente por los jóvenes.
– Chicos, silencio ahí atrás. ¿Pasa algo? – los increpó Mucciesqui, mientras que los dos jóvenes quedaron atónitos – Entonces, por favor, escuchemos a Roberto.
Ellos se disculparon con un gesto y mientras el director retomó su disertación, Franco sintió latir fuertemente su corazón producto de la vergüenza. Sin embargo, tomó su teléfono y respondió al pedido de Tobías.
– Ahí te agregué – Dijo, con voz prudencialmente baja.
– Joya… Listo, ya te acepté.
 Franco se estaba aburriendo. En general, cualquier discurso que no fuera de gran interés para él y durara más de cinco minutos, terminaba por dispersarlo. Por eso, ansioso por salir de la clase para hablar únicamente de su banda de rock favorita, optó por revisar las fotos de la biografía de Tobías, el único recurso que encontró. La operación iba bien hasta que notó que el muchacho salía en todas las imágenes con la misma pose: mirando a cámara con su costado derecho. Franco lo palmeó para hacerle un chiste.
– Che, te tomás muy en serio lo de “foto de perfil” – dijo, con una sonrisa y mostrándole el móvil.
Pero el otro joven miró seriamente el celular y volvió a prestar atención a la charla. Solo en ese momento fue cuando Franco vio con atención el rostro de su amigo. Su sensación fue una mezcla de asombro y asco, solo comparable con el resultado de ver a alguien vomitar, mientras se almuerza. Justamente era eso lo que Franco quería hacer en ese momento: vomitar. Porque la protuberancia amorfa que Tobías tenía en su mejilla izquierda le transmitió escalofríos; sintió deseos de eliminar a ese sujeto de su lista de contactos y alejarse de la facultad para siempre. Franco padecía de dermatopatofobia y por eso no podía evitar fantasear con la idea de tener que compartir un ámbito con Tobías y su angioma. Él era tan obsesivo con su fobia que había aprendido a reconocer y distinguir al menos cuarenta anomalías de la piel.
– Gracias, Roberto – dijo la aguda voz de Clara Mucciesqui – Ahora les pido atención a todos, porque voy a tomar lista.
Algunos alumnos se dispersaron un poco aunque sin interrumpir el agradable clima sonoro. Pero Franco había comenzado a sudar y su corazón palpitaba aún más fuerte que cuando la docente le había llamado la atención. Resolvió mirar al frente e intentar pensar en cualquier otra cosa, pero Tobías le habló.
– Che, no te terminé de contar. Cuando estuvimos con la banda, Jon (baterista), me saludó y me dijo algo pero yo no cacé ni media. Los vagos se me cagaban de risa porque ellos sí entienden algo de alemán. El flaco me había preguntado cómo me llamaba.
Todo era inútil, casi tanto como el intento de Franco por hallar su vocación. Él permanecía estático y con los ojos exageradamente abiertos. Ya no le interesaba su compañero, ni Das Katzen, ni el rock o cualquier otra cosa. Mientras tanto, la profesora tomaba lista.
– Álvarez…
– Che, ¿te sentís bien? Estás re pálido. – preguntó Tobías, preocupado. Pero de Franco no salió nada inteligente.
– ¿Eh? –
– Que si estás bien… no querés salir a tomar agua? – Sugirió el joven.
– Benítez… – Leyó en voz alta, la docente.
– No… no, estoy bien. Pasa que me acordé de algo, pero nada grave… – respondió Franco, mientras Mucciesqui seguía con su labor.
– Brizuela… Brizuela, Alejandro…
– Bueno, te sigo contando – Continuó Tobías, con cuatro palabras que solo lograron poner más tenso a su amigo.
– Esa noche queríamos ir a tomar una birra con ellos, pero el tipo que los trajo era un idiota total y decía que tenían un compromiso o algo así… chamuyo… para mí que era todo mentira.
– Carreras… – prosiguió la mujer.
Franco tomó coraje y se animó a mirar a su compañero, pero no podía hacerlo directamente a los ojos, ya que había otro objetivo que se robaba su interés.
– Cristiani…
El angioma era una bolsa rojiza de no menos de tres centímetros, que colgaba de una suerte de hilo de piel, de igual color, en un resultado por demás desagradable. Teniendo en cuenta la fobia del joven, era sorprendente que aún no se hubiera desmayado, aunque no faltaba mucho.
– Di Gregorio… – dijo la profesora, quien tuvo que levantar su mirada e insistir – Di Gregorio, Franco… ¿No está “Di Gregorio Franco”?
– ¡Acá, yo! ¡Yo, soy Franco! – Gritó, exageradamente.
Varios de los alumnos comenzaron a reírse por el tono que utilizó, aunque la chica que estaba a su izquierda lo miraba de forma simpática.
– Elpelazo… Elpelazo, Esteban – dijo Mucciesqui, esta vez levantando la vista con anticipación, ante alguna posible ausencia.
– Presente – contestaron desde atrás.
El silencio reinó por tres segundos, hasta que Franco lo quebró de manera abrupta al dirigirse al recién nombrado, que estaba ubicado a su izquierda, dos bancos más atrás.
– ¿Y vos con ese apellido te venís a reír de mí? – gritó, mientras el silencio volvió a imponerse.
Di Gregorio no estaba seguro de quiénes habían sido los que se rieron de él pero, por alguna razón, creyó conveniente inculpar a ese joven.
– ¿Qué te pasa, tarado? ¿Quién se rió de vos, bobo? – Se defendió el muchacho, que tenía barba candado y campera símil cuero.
La docente intentó frenar la situación.
– Señores, si tienen algún inconveniente lo resuelven en otro momento. Esto es un salón de clases y es una falta de respeto.
– A mí no me diga nada, él empezó – Se excusó Elpelazo, de manera infantil.
– Si te estabas cagando de risa… ¡Todos se estaban cagando de risa! No se hagan los boludos! – insistió Franco.
El director cambió abruptamente su gesto gentil por uno muy severo.
– Muchacho, lo invito a retirarse, por favor. Vuelva cuando aprenda a comportarse.
– ¡Las bolas me voy a retirar, viejo hipócrita! ¡Vos también viste como se rieron! – lo acusó.
El hombre quedó estupefacto.
– Che, cabeza, tranqui… no pasa nada. – Intervino Tobías.
Pero Di Gregorio lo vio con el mismo asco con el que lo había mirado hacía cinco minutos. La diferencia es que esta vez no reprimió sus emociones.
– ¡Vos, salí de acá! ¡A ver si me contagiás esa asquerosidad que tenés en la cara! Andate vos… y todos ustedes – se dio vuelta para contemplar mejor a la clase – váyanse a algún país de mierda donde los quieran… no sé, a Hungría o algún otro lugar de África.
Todos guardaron silencio durante dos segundos, pero estallaron de risa al unísono y alguien gritó desde atrás.
– ¡Hungría está en Europa, boludo!
Franco observó reír incluso hasta a los profesores y su boca abierta y mirada perdida indicaban que ya no podía más. Giró sus ojos hacia Tobías (uno de los pocos, sino el único, que permanecía serio) solo para conseguir mayor repulsión y desánimo. Caminó hacia un ventanal que daba a un balcón y fue la profesora Mucciesqui quien lo cuestionó.
– ¿A dónde vas, Franco? ¡Para allá no está la salida! – Dijo, con tono similar al que utilizaría una pariente.
Él se limitó a mirar a la clase y a responder lo primero que se le cruzó por la cabeza.
– Voy a tomar un poco de aire a la calle. Por favor, díganle a mi viejo que lo quiero y que… que se ponga en mi piel.

                                                                Pobres mortales


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