Por la noche, todo es distinto. O tal vez sea igual, pero hay algo que a esa hora sale a mostrar ciertas cosas y a esconder otras. Cosas raras, únicas, impensadas, o de todos los días.
Por la noche, existe otro mundo. La gente que, a la tarde, invade los bancos y shoppings, ahora está durmiendo o trabajando, pero da la impresión que se mudaron a los casinos, esos que, cual adolescente rebelde, salen de noche y duermen de día.
Por la noche, los pájaros duermen. Quizás porque la oscuridad no los deja ver o porque consideran que no hay nada realmente interesante para hacer, para decir, para mirar. Los pájaros no cantan, porque nadie canta.
Por la noche, todo el mundo se conoce. Los mismos zombies de siempre: borrachos, drogadictos, ludópatas, vagabundos y algunos tipos raros sin ningún logro ni objetivo en la vida. La peste, cansada de ser perseguida de día, aprovecha para reinar bajo la luna, al lado de los grillos, cerca de alguna que otra botella que vaya a saber qué líquido contiene.
Por la noche no hay nombres, ni edades, ni apellidos. Todos se llaman igual y, a la vez, distinto. A nadie le importa el nombre del otro si lo ayuda, si le sirve o si al menos, no molesta. La oscuridad ve nacer y morir una procesión de ‘sin nombres’ que huye de la amenaza de la burocracia, aunque se entristece, porque sabe que va a ser invadido por ella, de todos modos, dentro de unas horas, cuando salga el sol: el aguafiestas, el despertador más natural y mediocre del mundo.
Por la noche vale todo: desde el lenguaje hasta delitos menores, y no tan menores. Ese aparato arbitrario, cansador y desgastado que durante el día persigue a todo el mundo, ahora está tirado, tomando alguna cosa con alcohol junto al linyera con mejor aspecto que encuentre.
Ya no hay horas, parecen días. Pero esa palabra está prohibida, porque recuerda mucho al que va a venir dentro de poco, si es que no vino ya y todavía nadie se dio cuenta. Los vasos cantan, las flores lloran. Porque todo es posible durante la noche, en la fiesta de los mediocres.
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