Con amor de madre, Roberta amasaba
sin respiro el pan para los 53 chicos que atendía su comedor. Si bien el
trabajo a veces resultaba arduo, la ayuda de su sobrina Natalia y las más de
cincuenta sonrisas de agradecimiento eran suficiente motivación.
Ambas mujeres, pero sobre todo
Roberta, sentían cariño por un pequeño de ocho años llamado Javier, quien
estaba jugando con los demás mientras esperaba la merienda.
Pero la cocinera se sorprendió al
sentir que la jalaban de su delantal y luego al ver que se trataba de aquel
niño. Ella preguntó por qué había dejado de corretear con los demás para entrar en la cocina sin permiso y él respondió: “Quería preguntarte si me
dejabas ayudarte acá. Es que, sin querer, maté a Rodrigo en el baño y me siento
culpable”.
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