No tenía trabajo, familia ni hogar.
Mendigaba por la tarde, se llevaba mal con todos y vivía en la entrada de un
local de tapicería abandonado. Tan grande era su fama de ermitaño que se había
ganado un lugar privilegiado en las historias con las que los vecinos del
barrio asustaban a algunos niños desobedientes.
Su final no fue más triste que el
resto de su vida: más de treinta años de locura y vicios se apagaron con el
frío extremo de una noche de julio. La brisa del invierno porteño lo llevó del
viejo local a una fosa común, sin nombre. Todos lo recordaron como “el loco
Guille”.
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