Aquel día era igual a todos: la
maestra hablaba y hablaba y como la atención nunca fue uno de mis fuertes, me
centré en una compañerita nueva para convertirla en el objeto de mis
travesuras. Ella se levantó al pizarrón a escribir no sé qué cosa por pedido de
la señorita, así que yo aproveché para ponerle un alfiler en el asiento. El
grito que pegó fue épico, pero nadie salió en mi defensa cuando fui el único
acusado.
Me llevaron a la dirección, por
supuesto. Don Cosme Mártinez, el viejo puto que manejaba la escuela, me miró
con odio y me hizo una sola pregunta: “Pero, ¡¿cómo se le ocurrió lastimar a mi
nieta?!
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