Ernesto tenía una casa de
instrumentos musicales, heredada de su abuelo. Allí vendía con gran variedad y
pasaba mañanas y tardes conversando con clientes que le resultaban amigables.
Entre las guitarras del lugar
solamente una no tenía precio, por el hecho de haber pertenecido al fundador
del negocio. Era la más codiciada y también la mejor y más antigua de todas.
Un día llegó un hombre joven,
vestido con traje y solicitó a Ernesto ver
aquel objeto invaluable y, aunque este accedió a su pedido, dejó en claro que
no se vendía. El comerciante sintió curiosidad y preguntó a la persona el
porqué de su interés. Él le contestó: “Yo fabriqué esta guitarra hace
exactamente cien años”.
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