Nadie en el pueblo de
San Filipo conocía al joven Andrés Martínez Rivero, que acababa de llegar para
instalarse allí. De gran altura, aspecto tímido y bonachón, se fue ganando la
confianza de los sanfilipenses gracias a la cordialidad de la que hacía gala
cuando se cruzaba a alguien por las polvorientas calles.
Martínez Rivero no tenía familiares
cerca del pueblo ni historias demasiado interesantes para contar, pero la gente
llegó a considerarlo uno más al cabo de tres meses, cuando cumplió 86 días como
empleado en el Aserradero Viamonte.
Cierto día, durante las fiestas patronales, casi todo San Filipo acompañó a
la procesión que encabezó el obispo y luego se dedicó a festejar en la plaza
central con costillar, lechón y vino autóctono, solo para volver a sus
casas y notar que estaban vacías. Nadie supo jamás quién era ni a dónde fue a parar Andrés Martínez Rivero.
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