La familia Herrera cenaba y
festejaba un logro de la menor de las hijas, Priscila. La niña había
desarrollado un invento que, según sus profesores, era digno de ser
inspeccionado por la NASA y podría cambiar la vida cotidiana de muchas
personas.
El padre sonrió, acarició la cabeza de la pequeña y pidió hacer un brindis por ella y por todos. Pero, de repente, alguien tocó la puerta y la madre de Priscila abrió. Era un hombre de aspecto decadente, con barba canosa y mojado por la lluvia, que les dijo: “Señores, su hija me robó mi invento”.
El padre sonrió, acarició la cabeza de la pequeña y pidió hacer un brindis por ella y por todos. Pero, de repente, alguien tocó la puerta y la madre de Priscila abrió. Era un hombre de aspecto decadente, con barba canosa y mojado por la lluvia, que les dijo: “Señores, su hija me robó mi invento”.